Las fuerzas enemigas
La archifamosa XIV exposición de la Secesión, la llamada de Beethoven, proyectó una muestra de frescos de los artistas del grupo: Alfred Roller, Adolf Böhm y Josef Maria Auchentaller presentaron sus obras que se instalron a la altura a la que se colocan los frisos, justo bajo el techo. De todas las presentadas solo se conserva la de Gustav Klimt. Para tales obras se colocaron paredes provisionales de madera en las salas correspondientes, formadas por viguetas transversales fijadas en postes traseros y clavadas sobre esteras de caña que eran las superficies sobre las que se aplicó el revoque rugoso de yeso grisáceo extendido con espátula que constituyó la auténtica superficie de pintura. Los paneles para los murales medían 211 cm de altura. En resumen, la expo buscaba formas y contenidos modernos, pero los materiales y la ejecución de los artistas fueron clásicos. Teniendo en cuenta que de los 60 metros cuadrados que ocupaba la obra de Klimt más de la mitad estaba sin pintar, esto acentuaba considerablemente la crudeza de la base. Este sistema era ideal para el carácter provisional de la muestra, pero a la larga resultó perfecto para la conservación de la obra klimtiana.
La ejecución del friso de Klimt siguió su procedimiento clásico para este tipo de murales: realizó cientos de dibujos y bocetos preparatorios que se conservan, sin embargo los cartones que usó para pasar el diseño a la superficie final y calcar las cabezas y el coro se perdieron. Utilizaba un sistema de cuadrículas de 10 cm marcadas con carboncillo para transportar la obra -con lo sencillo que resulta en la actualidad usar un proyector-. Aplicaba dos o tres capas de pintura a la caseína, que daba un efecto mate sobre el enlucido seco y estaba perfectamente pensada para su uso efímero -lo habitual era usar óleo que resulta más perdurable-, y finalizaba perfilando con un pencil, excepto para las figuras de las coristas de la tercera pieza, que no fueron terminadas como el resto. Las ondinas que sobrevuelan la escena están repasadas con grafito en lugar de pincel. Para el acabado aplicaba una capa de cera de parafina a modo de aglutinante y conservante. En la primera sección del friso se aplicó un frotado tosco; en el segundo y el tercero parcialmente alisado, a excepción de algunas zonas ya mencionadas de este tercero que no se terminaron por falta de tiempo. El remache final de la obra son los añadidos ornamentales tan característicos de la obra klimtiana: las tachuelas de la armadura; los botones de nácar como los ojos del gitante Tifeo; las anillas de cortinas y trozos de espejo en la Poesía e Impudicia; la bisutería de cristal de colores en zonas como la empuñadura de la espada y los cinturones; y el oro en los cabellos y armaduras. A simple vista parece una obra apresurada, pero al apreciar el detalle se toma conciencia de la complejidad del trabajo.
El friso, como los otros murales de la XIV exposición de la Secesión, fue ideado para ser destruido una vez finalizase la muestra. Pero justo después de terminar los artistas del movimiento decidieron organizar a finales de 1903 una expo monográfica sobre Gustav Klimt, quien gozaba de una posición referente y era admirado por sus contemporáneos -sería la XVII exposición-, de ahí que las piezas de la obra permanecieron en el edificio hasta entonces. Después del homenaje fue cuando el adinerado Carl Reininghaus logró comprar la obra y la trasladó hasta un depósito provisional. Para retirarla fue dividida en siete pieas de tamaños desiguales, aserrando la capa de soporte de madera para separarlo. Una de las piezas de cuatro metros que cubría la apertura del salón principal no fue desmontada y permaneció en el edificio. En 1907 el propio Klimt se ofreció para realizar de manera gratuita las reparaciones necesarias una vez colocaran la obra en su ubicación definitiva, pues al realizar el trasporete se agrietó en algunas zonas. Pero no llegó a encontrar su lugar.
El tiempo pasó, y en 1915, inmersos en plena guerra mundial, August Lederer adquirió la obra. Y no hay noticias de ella hasta 1939, cuando los nazis la incautaron como tantas otras de la colección y de tantos otros dueños, que fueron a parar al castillo de Thürnthal en primer lugar, y ya en 1943 al de Immendorf, donde fueron quemadas -algunas de Klimt como Las novias- en plena retirada de las tropas alemanas ya en el 45. Pero el friso había quedado medio olvidado en el depósito de una empresa de transportes donde, con una fortuna inusitada, sobrevivió a la guerra. En 1956 fue trasladado a la abadía de Altenburg, y en 1961 finalmente a la galería Belvedere de Viena, propiedad del gobierno austriaco. Debido a la conservación deficiente y los traslados varios sufrió ciertos desperfectos y no fue hasta 1967 cuando por fin se evaluó su estado. Cinco años después, y tras meses de negociación, el estado lo compró al heredero Erich Lederer por 15 millones de chelines, iniciándose un laborioso y complejo proceso de restauración único en el mundo hasta aquel momento por las dimensiones y entidad de la obra. El proceso finalizó en 1984, y un año después retornó a su casa, el también restaurado edificio de la Secesión, donde se encuentra expuesto en la actualidad.
Reinventando a KlimtHomenajear una obra tan magna como el Friso Beethoven requiere una reinterpretación de su mitología y, tal y como realicé con otras obras como las dos Judith, pide la actualización de parte de su simbolismo. El tributo consta de tres secciones, tal y como el original, y las ondinas navegan en una corriente dorada en la parte superior a lo largo de las tres piezas, respetando la esencia y adaptándola a mis formas. Cabe destacar la vaporosa transparencia de las túnicas que da aparencia de humedad y deja entrever las formas de sus sinuosas anatomías. En la primera de las piezas la figura del caballero dispuesto a luchar por el anhelo de la felicidad es sustituida por la poderosa valquiria que simboliza que el progreso futuro solo puede alcanzarse de manos de las mujeres que destierren viejos vicios. La humanidad suplicante se transforma aquí en cuatro chicos sufridores desnudos que imploran por el porvenir. He suprimido las figuras de la ambición y la compasión.
En la segunda pieza, la presente, el gifante Tifeo, el enorme gorila alado contra el que incluso los dioses lucharon en vano, preside la figura acompañado de sus hijas, las cuatro górgonas -tres en el original-; a la izquierda de la pintura -a la diestra del gigante-, con sus cabellos enredados en sierpes y su gesto desesperanzado, antaño representaron a la enfermedad, la locura, la muerte y la pena aguda; y sí conservan aquí parte de esa desesperanza. A la derecha de la pintura -a la siniestra del gigante-, las mismas hijas aparecen en sus versiones luminosas. Si en la obra original las figuras de esta sección representaban a la lujuria, la impudicia y la incontinencia, aquí no alejamos sustancialmente de la tradición judeocristiana que sentencia y condena el goce y más aún el placer femenino. Las mismas fuerzas hostiles del original no lo son tanto aquí, sino una muestra de que el sufrimiento y el deleite a veces son dos caras de la misma moneda y forman parte de nuestras vidas.
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Juan NepomucenoArte digital, pintura e ilustración, diseño gráfico, murales... Me dedico a todo esto... y a mucho más. Llega "El año en que murió Freddie" mi primer libro de la mano de Domiduca Libreros. ¡No te quedes sin él"
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