Había una vez una niñita que vivía en un lugar, da igual, el que sea. Era la niña más bonita que jamás se hubiera visto. La más bonita, y la más guerrera. Su madre estaba enloquecida con ella, y su abuela mucho más. Y no por lo guapa que era, que era muy guapa, sino por la guerra que les daba. De niña, su abuela, una buena mujer, había mandado hacer una caperucita roja para su nieta, y le sentaba tan bien que todos la llamaban Caperucita Roja.
Pero eso era antes, porque la niñita creció, y se convirtió en una muchachita, y, aunque todos la seguían llamando Caperucita, ya no llevaba la caperuza, sino que llevaba una chaqueta. Sí, llevaba una chaqueta de moto, porque tenía una moto. Eso sí, era una chaqueta roja. Un día, su madre, habiendo hecho una ensalada de pasta, le dijo a Caperucita: –Caperucita, Caperucita, ve a ver cómo está tu abuela, ha estado enferma; llévale una ensalada de pasta y esta lata de Fanta que le he comprado en el Covirán. Caperucita cogió su moto y partió en seguida a ver a su abuelita, que vivía en el otro lado del lugar, da igual, el que sea. Al pasar por un semáforo, se encontró con su compadre, el Lobo, quien tuvo muchas ganas de montarse con ella en la moto, pero no se atrevió porque no llevaba casco. Pero sí le preguntó dónde iba. –Caperucita, Caperucita, ¿dónde vas? -dijo el Lobo. La pobre Caperucita, que no sabía lo peligroso que era montar en moto sin casco, dio un frenazo y se paró junto al Lobo. –Voy a ver a mi abuela, y le llevo una ensalada y una lata de Fanta que mi madre le ha comprado en el Covirán. –¿Vive lejos tu abuela? -preguntó el Lobo. –¡Oh, sí! -dijo Caperucita. -Vive en la otra punta del lugar, da igual, el que sea, más allá del Maxi Día. –Pues bien -dijo el Lobo. -Yo quiero acompañarte, pero iré caminando. Y seguro que llegaré antes que tú, porque, como vas sin casco, la policía te va a parar y te va a poner una multa. –Ja, ja -dijo Caperucita acelerando y saltándose un semáforo en rojo mientras se alejaba del Lobo. El lobo partió corriendo por la calle a toda velocidad. Al principio, la moto de Caperucita se alejó tanto, que pensó que llegaría antes que él. Pero no. Al llegar a la tercera calle, la Guardia Civil estaba esperando en un semáforo: –¡Alto, la Guardia Civil! -dijeron. Y Caperucita no tuvo más remedio que pararse, y le pusieron una multa por ir en moto sin casco. Cuando el Lobo llegó a su altura, se paró y le dijo: –Caperucita, Caperucita, ¿has visto como llevaba razón? No puedes ir en moto sin casco. Y Caperucita, que era muy guerrera pero también era muy lista, supo que su compadre el Lobo tenía razón. Así que dejó la moto atada a una farola, para que no se la robasen, y los dos se fueron caminando a casa de la abuelita, porque en realidad no estaba tan lejos y es muy sano ir caminando a los sitios que no están muy lejos. Cuando llegaron, la abuelita, que ya estaba mejor de lo suyo, abrió la puerta, le dio la ensalada de pasta a las gallinas y se comieron unas galletas que había hecho, que estaban mucho más buenas. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Pero ojo, que aquí no queda la cosa. He actualizado la página con algunas cosas, en especial tres galerías con dibujos hechos paso a paso. Creo que no es muy difícil entender para qué son esos dibujos y la explicación al porqué de este texto. Ah, por cierto, se me olvidaba que también he agregado dos nuevos cuadros.
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"MAJESTUOSO, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afeitar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba delicadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:
-Introibo ad altare Dei. Se detuvo, escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente: -¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita! Solemnemente dio unos pasos al frente y se montó sobre la explanada redonda. Dio media vuelta y bendijo gravemente tres veces la torre, la tierra circundante y las montañas que amanecían. Luego, al darse cuenta de Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, barbotando y agitando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y adormilado, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente la cara agitada barbotante que lo bendecía, equina en extensión, y el pelo claro intonso, veteado y tintado como roble pálido. Buck Mulligan fisgó un instante debajo del espejo y luego cubrió el cuenco esmeradamente. -¡Al cuartel! dijo severamente. Añadió con tono de predicador: -Porque esto, Oh amadísimos, es la verdadera cristina: cuerpo y alma y sangre y clavos de Cristo. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Un pequeño contratiempo con los corpúsculos blancos. Silencio, todos. Escudriñó de soslayo las alturas y dio un largo, lento silbido de atención, luego quedó absorto unos momentos, los blancos dientes parejos resplandeciendo con centelleos de oro. Cnsóstomo. Dos fuertes silbidos penetrantes contestaron en la calma. -Gracias, amigo, exclamó animadamente. Con esto es suficiente. Corta la corriente ¿quieres? Saltó de la explanada y miró gravemente a su avizorador, recogiéndose alrededor de las piernas los pliegues sueltos del batín. La cara oronda sombreada y la adusta mandíbula ovalada recordaban a un prelado, protector de las artes en la edad media. Una sonrisa placentera despuntó quedamente en sus labios. -¡Menuda farsa! dijo alborozadamente. ¡Tu absurdo nombre, griego antiguo! Señaló con el dedo en chanza amistosa y se dirigió al parapeto, riéndose para sí. Stephen Dedalus subió, le siguió desganadamente unos pasos y se sentó en el borde de la explanada, fijándose cómo reclinaba el espejo contra el parapeto, mojaba la brocha en el cuenco y se enjabonaba los cachetes y el cuello. La voz alborozada de Buck Mulligan prosiguió: -Mi nombre es absurdo también: Malachi Mulligan, dos dáctilos. Pero suena helénico ¿no? Ágil y fogoso como el mismísimo buco. Tenemos que ir a Atenas. ¿Vendrás si consigo que la tía suelte veinte libras? Dejó la brocha a un lado y, riéndose a gusto, exclamó: -¿Vendrá? ¡El jesuita enjuto! Conteniéndose, empezó a afeitarse con cuidado. -Dime, Mulligan, dijo Stephen quedamente. -¿Sí, querido? -¿Cuánto tiempo va a quedarse Haines en la torre? Buck Mulligan mostró un cachete afeitado por encima del hombro derecho. -¡Dios! ¿No es horrendo? dijo francamente. Un sajón pesado. No te considera un señor. ¡Dios, estos jodidos ingleses! Reventando de dinero e indigestiones. Todo porque viene de Oxford. Sabes, Dedalus, tú sí que tienes el aire de Oxford. No se aclara contigo. Ah, el nombre que yo te doy es el mejor: Kinch, el cuchillas. Afeitó cautelosamente la barbilla. -Estuvo desvariando toda la noche con una pantera negra, dijo Stephen. ¿Dónde tiene la pistolera? -¡Lamentable lunático! dijo Mulligan. ¿Te entró canguelo? -Sí, afirmó Stephen con energía y temor creciente. Aquí lejos en la oscuridad con un hombre que no conozco desvariando y gimoteando que va a disparar a una pantera negra. Tú has salvado a gente de ahogarse. Yo, sin embargo, no soy un héroe. Si él se queda yo me largo. Buck Mulligan puso mala cara a la espuma en la navaja. Brincó de su encaramadura y empezó a hurgarse en los bolsillos del pantalón precipitadamente. -¡A la mierda! exclamó espesamente. Se acercó a la explanada y, metiendo la mano en el bolsillo superior de Stephen, dijo: -Permíteme el préstamo de tu moquero para limpiar la navaja. Stephen aguantó que le sacara y mostrara por un pico un sucio pañuelo arrugado. Buck Mulligan limpió la hoja de la navaja meticulosamente. Luego, reparando en el pañuelo, dijo: -¡El moquero del bardo! Un color de vanguardia para nuestros poetas irlandeses: verdemoco. Casi se paladea ¿verdad? Se montó de nuevo sobre el parapeto y extendió la vista por la bahía de Dublín, el pelo rubio roblepálido meciéndose imperceptiblemente. -¡Dios! dijo quedamente. ¿No es el mar como lo llama Algy: una inmensa dulce madre? El mar verdemoco. El mar acojonante. Epi oinopa ponton. ¡Ah, Dedalus, los griegos! Tengo que enseñarte. Tienes que leerlos en el original. Thalatta! Thalatta! Es nuestra inmensa dulce madre. Ven a ver." Hoy es 16 de junio, el Bloomsday. A disfrutarlo en salud. ¿Qué convierte a un deportista en un mito? El carácter ganador. La grandeza en la victoria, pero casi más en la derrota. La elegancia, sin duda, no solo para competir, sino también para sobreponerse de los reveses. La trascendencia más allá del mundo del deporte, que le lleva al reconocimiento social por parte de sus contemporáneos y que hace que su persona sea recordada mucho tiempo después de que su carrera deportiva o su vida hayan terminado. Y, en algunos casos, la tragedia personal. Se puede ser un mito deportivo sin tragedia personal (Roger Federer, por ejemplo), se puede ser un mito deportivo con tragedias que le podrían suceder a caulquiera (Michael Jordan, por ejemplo), o se puede ser un mito del deporte en continuo conflicto con el deporte, consigo e incluso con la vida misma (Maradona, por ejemplo).
Hay muchos personajes importantes que han sido ascendidos a la categoría de mito en la historia del deporte moderno, algunos con más merecimiento que otros. No son tantos si buscamos los que han sido reconocidos y alabados más allá de sus disciplinas. Pero los verdaderamente especiales, los irrepetibles, los que se podrían enumerar rápidamente, son los que siempre serán recordados más allá incluso del mundo del deporte. Hace poco he tenido el inmenso placer de ver un documental sobre la vida de uno de estos mitos inolvidables del deporte. El mejor en su disciplina, reconocido casi unánimemente por todos aquellos que lo disfrutaron en activo, y solo soñado por los que apenas pudimos presenciar los últimos rescoldos de su carrera, y que atónitos asistimos en directo a su última curva. Estoy hablando de Ayrton Senna, como ya se habrá podido suponer por el título de esta entrada. El documental que enlazo a continuación no tiene desperdicio. Ha sido galardonado con varios premios importantes, como los BAFTA y algún otro que no me he parado a mirar, porque las obras verdaderamente buenas no necesitan llevar como presentación los premios. Basta con verlas y disfrutarlas. Y advierto que no es necesario ser seguidor de la fórmula uno, ni siquiera aficionado al deporte. El mito de Senna trasciende el mundo del deporte, va mucho más allá. Solo os llevará algo más de hora y media, pero vale la pena. Senna, sin duda, el mejor, forever. (Y ahora, pincháis aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí, consecutivamente para ver las 6 partes) |
Juan NepomucenoArte digital, pintura e ilustración, diseño gráfico, murales... Me dedico a todo esto... y a mucho más. Llega "El año en que murió Freddie" mi primer libro de la mano de Domiduca Libreros. ¡No te quedes sin él"
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