Aunque no incómoda, rutina era para mí publicar en este blog textos que no tuvieran una extensión demasiado larga, porque, seamos sinceros, ¿a quién le gusta que le den la turra? A casi nadie. Sin embargo, en el día de hoy voy a romper esta regla para escribir algo un poco más largo de lo habitual. Cumplí está máxima autoimpuesta con meticulosidad casi religiosa a lo largo de los últimos seis años y medio, el tiempo que lleva funcionando esta web. Y, rutinariamente, cada 29 de septiembre, con gusto o amargura (dependiendo del estado de ánimo de aquel momento) conmemoraba con un texto muy personal el que sin duda alguna constituye el hecho más importante (casi se podría decir que fundacional) de mi vida, el trasplante de médula al que me sometí tal día en 1997 para curar la leucemia que sufría.
Desde hace un par de años, cumplida la mayoría de edad de mi nueva médula, me involucré de manera activa, junto con Ana, mi hermana, donante y media vida, en el voluntariado organizado por la Fundación Josep Carreras para concienciar sobre la necesidad del aumento de donaciones de médula. Un compromiso al que nuestra sociedad está respondiendo con humanidad y responsabilidad. Fruto de este compromiso surgió la idea del cortometraje con el que celebré mi decimonoveno cumplevidas, una reflexión sosegada sobre el que ha sido mi camino en la vida, y una invitación sincera a informarse sobre la donación de médula. Realizado mano a mano con mi buen amigo y compañero Miguel Ángel Latorre (autor también de esta hermosa e inesperada muestra de cariño).
Transcurrieron los meses con el 29 de septiembre en el horizonte cada vez más cercano, y mascando la obligación de tener que crear algo importante, algo grande, algo especial para tan señalado aniversario. Pasó el tiempo, el calor agobiaba, y las ideas no brotaban. Veinte años es una cifra redonda, perfecta para rememorar hechos pasados que una buena parte de la sociedad ha vivido (y quizás mitificado). Las noticias del verano "hace 20 años tal..." iban surgiendo, y mi mente, en su afán proustiano por recordarme a partir del más sencillo estímulo, cual magdalena infantil, el más mínimo detalle de mis vivencias, buenas o malas de forma indiscriminada, me inundaba maliciosamente de recuerdos. Sin lugar a dudas, el más sonado y redondo de los aniversarios de este verano fue el de la muerte de la princesa Lady Di. Nunca fue un personaje relevante para mí, mucho menos a mis trece años de entonces y con la entidad de lo que se me venía encima, que todavía no había asimilado. Aquella semana, en plena feria del pueblo, todas las televisiones bombardearon con las imágenes de la noticia, las muestras de cariño de los ciudadanos parisinos y británicos, Elton John y su candle in the wind... Sin embargo, aquello fue más bien un suceso ajeno para mí. Ni siquiera la feria, que tan importante había sido en mi infancia, reclamaba mi atención. Lo más importante que me sucedió durante esos días, y cuyo recuerdo regresó con más fuerza al ver este verano la conmemoración del accidente en su vigésimo aniversario, fue de una naturaleza muy diferente: ir a ver el rebaño de ovejas de mi tío.
Sin embargo, con trece años muchas cosas habían cambiado. Sin palabras, simplemente sintiendo como el mundo se aceleraba a mi alrededor, había comprendido mucho de lo que me sucedía. Sentía que disponía de tan poco tiempo para disfrutar antes de mi partida hacia lo inevitable que debía elegir las mejores opciones, y desde luego ir al campo con las ovejas resultaba una invitación tan evocadora que no se podía rechazar. Sabía ya, a esas alturas de mi vida, que desde mi infancia no había podido volver a experimentar una sensación de felicidad tan intensa como la que había sentido durante esas tardes de paz y tranquilidad junto al rebaño. Las ovejas tenían la maravillosa cualidad de transmitirte esa sensación de despreocupación que ellas aparentaban tener.
Pero solo fue eso, un momento. Mi historia no terminó ahí. En ese mismo hospital cordobés que visité tantas veces y en el que pasé tanto tiempo que el malestar y la incertidumbre terminaron convirtiéndose en una rutina aceptada, un mal menor. Cada noticia no mala se convertía en un rayo de sol entre las nubes de un día gris. Y sin embargo aquellos años, aunque amenazaron con hacerse eternos, terminaron pasando. Hasta que llegó el día en que, encontrándome en la misma sala de espera de la consulta donde a lo largo de tantos años me había sentido como en casa, me vi como un extraño rodeado de personas que comenzaban un camino que yo ya había recorrido. Sentí que aquella ya no era mi vida, que necesitaba afrontar el futuro desde nuevas perspectivas, aunque construyendo siempre a partir de lo vivido. El tiempo ha pasado y llegado el momento actual casi había desistido de publicar un post escrito con el corazón para celebrar mi cumplevidas. Pero, ¿cómo podía dejar de hacerlo en una fecha tan señalada como el vigésimo aniversario? Todas estas rutinas vitales cambiantes, el ardiente verano y la falta de inspiración me llevaron a hilar estas reflexiones que, para mi sorpresa, han terminado conformando un todo interesante, así que finalmente me he decidido a plasmarlas. Ahora me pregunto qué me queda después de estos veinte años, y si esta efeméride tan especial se ha convertido, por rutina, en menos especial. Por una parte creo que normalizar un hecho tan extraordinario es positivo, en el sentido de que ya es una parte importante e ineludible de mi vida que ha conformado mi yo actual. Del mismo modo, creo que veinte años son una fecha redonda y estupenda para haber llegado a tal visión del tema. Por otra parte, me sentiría un poco vacío si el cambio fuese tan radical que este día se convirtiera en uno más. Han sido muchas las reflexiones que he compartido. En el futuro, desearía hablar de esta historia no por rutina, no por obligación, no con nostalgia o tristeza, sino con orgullo, de forma pedagógica y para mi deleite y de quienes lo lean. Quiero que mis historia sea, para quienes lo necesiten, un apoyo emocional y psicológico, un ejemplo (como cualquier otro) de que por muy difíciles que se pongan las cosas, hay esperanza de salir hacia adelante. En definitiva, quiero pensar que 20 años están muy bien para poner un punto (y aparte).
2 Comentarios
M° Isabel
30/9/2017 13:19:51
Todavía recuerdo pasar por tu calle y levantar la mirada hacia tu ventana, pues sabía de buena mano que estabas ahí, y ver ese dibujo de la otra parte, en la que estás TU......me aconseja.
Responder
30/9/2017 20:01:12
Muchas gracias por tus bonitas palabras Mª Isabel. Y bueno, quizás sea un poquito, pero es un poquito importante.
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Juan NepomucenoArte digital, pintura e ilustración, diseño gráfico, murales... Me dedico a todo esto... y a mucho más. Llega "El año en que murió Freddie" mi primer libro de la mano de Domiduca Libreros. ¡No te quedes sin él"
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