"Mucho tiempo atrás, los sueños se habían erigido como la tabla de salvación a la que agarrarse para disfrutar del alivio que proporcionaba enfrentarse a una realidad falsa que amenazaba con ser irremediablemente asfixiante, asfixiantemente irremediable. Otra excusa más, tan válida como cualquiera, para cumplir un trámite obligatorio, como quien siembra una planta y se siente moralmente obligado a supervisar su crecimiento, proporcionándole las horas de sol necesarias, regándola cuantas veces sea preciso, sustituyendo el tiesto por otro de mayores dimensiones cuando las raíces no tienen espacio suficiente en el que seguir desarrollándose, cambiando la tierra para renovar los nutrientes que han de alimentar a ese ser vivo cuya existencia pasa tan desapercibida, moldeándola con la espátula hasta conseguir que se ajuste al nuevo recipiente, ensuciándose las manos de esa tierra tan húmeda y negra como la propia realidad. Alguien que se olvida de la asfixiante realidad que le atormenta y se refugia mimando a esa planta que, en su momento de mayor esplendor, será una flor refulgente, bella, suave y deliciosamente aromática, pero que terminará marchitándose en apenas unos días. Como la flor que, de repente, estaba plantada en mitad del descampado. Sola en mitad de la nada más desangelada que cualquiera pudiera imaginar. Desamparada en aquel lugar, rodeada por algunas pocas hierbas silvestres que crecían a sus anchas y cercada por caminos marcados en polvo, barro y rocas, por donde ocasionalmente algunos cruzábamos aquel páramo indeseable y olvidado. Olvidada, aburrida, con el único panorama frente a sí del vetusto muro de piedra que circundaba el lugar y que amenazaba con derrumbarse invierno tras invierno, cada vez que las lluvias y el frío lo azotaban, dejándolo agotado, hastiado, vencido. O de las próximas pero inalcanzables fachadas laterales y traseras de los edificios que constituían la última frontera conocida entre el barrio y la nada, descuidadas, desconchadas o agrietadas en la mayoría de los casos. Sostenía una regadera en las manos, y me disponía a regar aquella solitaria flor. Resultaba extraño sentir aquella situación como tremendamente familiar, cercana. Un desconcertante déjà vu que arrasaba mis pensamientos como un tornado en mitad de la planicie del medio oeste americano. Las gotas de agua caían sobre la flor, rebotando sobre los pétalos, haciendo que los estambres se agitasen, y chorreando hasta que el suelo detenía su avance, humedeciendo la tierra circundante sobre la que había arraigado la flor. Después de observar en silencio cómo la luz del sol hacía que los pétalos humedecidos brillasen radiantes, me alejé un par de metros y me acerqué a la roca grande que permanecía un día más en aquel lugar. Sobre la roca había un bloc de dibujo. Busqué por el suelo intentando encontrar los lápices que había dejado tirados el día anterior, y encontré uno de ellos junto a la flor. Del otro, ni rastro. Observé de nuevo la flor, y noté que se estaba marchitando, así que cogí la regadera y volví a verter unas gotas de agua sobre ella. Caminé hasta la roca, me senté, y comencé a hacer un esbozo que, unos minutos más tarde, se parecía a la flor que había estado cuidando. Pero la flor dibujada, grisácea y monótona, plana e inanimada, difuminada y apenas insinuada sobre el papel, no podía reflejar la belleza que poseía la flor real. Arranqué la hoja, hice una bola con ella, y la arrojé al suelo. Cayó a los pies del perro callejero, que había vuelto a seguir mis pasos, sigiloso, sin llamar mi atención, tanto que su presencia, hasta aquel momento, había pasado desapercibida para mí. Al bajar el papel y mirar la flor, observé que, de nuevo, parecía estar marchitándose. Solté el bloc sobre la roca y me acerqué hasta la flor para volver a regarla. La flor recibió el chorrito de agua y pareció recuperar parte de su esplendor perdido. Una vez que volví a la roca, me senté, cogí el bloc y comencé a esbozar otra flor, intentando reflejar la belleza que difícilmente podría conseguir plasmar con un simple lápiz sobre un triste trozo de papel. Observé el dibujo final, los pliegues de la flor, el juego de luces y sombras, el tallo que se alargaba hasta el límite del papel. Irreal, sin sentimientos. Un revoltijo de luces y sombras, nada más. Arranqué la hoja del bloc y la tiré al suelo, cayendo cerca de donde permanecía sentado el perro, observándome con curiosidad. Dirigí mi mirada hacia la flor, y nuevamente mostraba signos evidentes de que su lozanía estaba marchitándose. Me levanté y solté el bloc sobre la roca, con la intención de volver a regar la flor. Caminé el corto trecho que me separaba de ella, y el chucho me siguió. ¿Qué pasa contigo, es que te has empeñado en estropear este momento?, le pregunté a la flor. Idiota, ¿no te das cuenta de que si sigues así, acabarás echándola a perder?, dijo el perro…
Abrí los ojos y me sentí flotando en mitad de la oscuridad. La ventana estaba cerrada, y la luz de la mañana no podía penetrar en el interior del cuarto. Miré hacia la mesita de noche, buscando el despertador, y sus agujas fluorescentes me indicaron que aún no eran las siete de la mañana. Sería mejor cerrar los ojos y dormir un rato más. Me había despojado de la obligación de ir a clase, aunque solo fuese un privilegio pasajero, pensé…"
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Juan NepomucenoArte digital, pintura e ilustración, diseño gráfico, murales... Me dedico a todo esto... y a mucho más. Llega "El año en que murió Freddie" mi primer libro de la mano de Domiduca Libreros. ¡No te quedes sin él"
La estantería
Mayo 2023
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"Deja de pensar, deja que todo fluya, siéntate al sol y disfruta de la vida."
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